EL HORROR SOBRENATURAL EN LA LITERATURA, H. P. LOVECRAFT

En alguna oportunidad Javier Marías -con esa arrogancia tan propia de algunos autores españoles de éxito, que insisten en decirnos que son mejores que los demás- se animó a decir que la máxima de Chejov sobre el rifle colgado era estúpida, y que esperar unicidad en una novela era propio de quienes sólo conocen las novelas policiales.

Podemos despreciar el ego desbordante de Marías (yo al menos lo hago), pero no podemos dejar de preguntarnos si acaso no tenga una parte de razón. Y creo que el Lovecraft del presente ensayo estaría de acuerdo con él. Porque a H.P. sólo le importan las sensaciones creadas, el momento del horror. Lo demás, el estilo, la coherencia interna de la novela, el desarrollo de la trama, la profundidad psicológica, todo puede esperar. A Lovecraft denle magia, magia oscura.

Y el presente ensayo es una revisión crítica de la literatura de terror moderna, partiendo por la novela gótica, que en opinión de Lovecraft nace con propiedad en El castillo de Otranto, de Horace Walpole. Si bien se reconoce la aparición de elementos de terror sobrenatural en diferentes historias antiguas (es inevitable pensar en la mujer de Lot y la destrucción de Sodoma, aunque el autor no las nombre), así como en el folklore europeo medieval y en algunas historias más antiguas, se sitúa aquí el origen del cuento de horror moderno. Y Lovecraft no es complaciente con la novela: la considera aburrida, mal escrita, con personajes títere e injustamente encumbrada por la crítica. Sin embargo, también ve que es la primera vez que una temática sobrenatural se vuelve central en una novela, creando un escenario óptimo para el desarrollo de muchas historias similares, con la aparición de elementos sobrenaturales en castillos sombríos, húmedos, oscuros y fantasmales, perfecta ambientación para muchas historias góticas que vendrían después. En este punto Howard Phillips muestra una profunda comprensión, captando que en una historia insulsa y mal desarrollada estaba oculta una estética que iba a rendir mejores frutos más adelante, en una especie de desarrollo esquemático de un tipo de folletín, muy efectivo aunque no siempre de gran altura artística.

De ahí para adelante hay una pormenorizada relación de todos los autores relevantes en inglés y alemán preferentemente, aunque con menciones al desarrollo de la novela y cuento de terror franceses (curiosamente Lovecraft ignora a los autores góticos españoles como Bécquer: no sé si los conocía). En su listado no ignora a la enorme cantidad de mujeres destacadas en la fantasía gótica, con Mary Shelley a la cabeza, a quien le dedica elogiosos comentarios, y asegura que su Frankenstein posee «el sello del verdadero miedo cósmico».

En general, para un autor considerado racista y misógino, hay que decir que Lovecraft no escatima elogios a mujeres y a textos de otros pueblos, principalmente orientales. Diera la impresión que sus prejuicios quedaban superados por su amor al horror, como si creyera que no todos los seres humanos somos iguales en dignidad y derechos, pero somos iguales ante el miedo, y a la hora de convertir esa emoción en historias fantásticas. Como muchos obsesivos, el objeto de su interés estaba por encima de sus prejuicios.

Hay un capítulo entero dedicado a Edgar Allan Poe, en el cual Lovecraft da muestras de su enorme admiración por el maestro («realmente puede decirse que Poe inventó el relato corto en su forma actual», llega a afirmar), y en él valora su comprensión psicológica de la emoción del terror, y los mecanismos literarios a los que podía acudir para ello, así como la variedad de temas que Poe fue capaz de utilizar para sus relatos fantásticos.

A H.P. no le interesa todo Poe -los relatos detectivescos, por ejemplo, simplemente los descarta para este ensayo-, y es perfectamente capaz de reconocer las limitaciones de Edgar Allan: por ejemplo, tiene la perspicacia de ver que como muchos autores fantásticos, Poe es mejor estilista y creador de efectos que desarrollando sus personajes, y que sus protagonistas suelen ser tipos solitarios, sensibles, adinerados, inteligentes y propensos a la melancolía.

El análisis sigue hasta autores de la primera mitad del siglo XX, contemporáneos de Lovecraft, dándonos una muestra notablemente amplia -lo que revela la voracidad lectora del autor, y la seriedad de su juicio crítico. Sobre el futuro del género, Lovecraft tenía muchas esperanzas en que la literatura de terror se beneficiara de los desarrollos de la ciencia.

Al final, un texto de indiscutible valor para la historia de la literatura de terror, una especie de historia crítica del género. Pero además una manera de acercarnos a la sensibilidad de un autor clásico, a su amor infinito por la fantasía sobrenatural, a su sensibilidad por las diferentes opciones que nos ofrece el terror. Lovecraft no es como luego será Stephen King, por ejemplo, un devorador de la cultura pop, plenamente consciente de las implicancias psicoanalíticas y sociológicas de sus relatos, que encuentra referencias interesantes a cada paso. Lovecraft es un adorador, un devoto. Lo único que le importa es descubrir mundos, abrir las puertas que aún permanecen selladas, deseando que tras ellas se escondan los horrores más grandes que sea posible encontrar.

Como un niño ante Dios, fascinado e insignificante al mismo tiempo.

MESSI ES UN PERRO, HERNÁN CASCIARI

«Messi es un perro y otros cuentos de fútbol», así como toda la carrera de Hernán Casciari, es un poco lo que pasa cuando el posmodernismo sale bien. Ajeno a las veleidades del mercado editorial, Casciari se hizo famoso con un blog en el que contaba las historias de una señora gorda, y que para el público que lo leía era completamente real. Siempre a caballo entre lo que en verdad sucedió y lo que él se inventaba (cuestión que incluso le acarreó problemas legales por mezclar la vida de sus vecinos con las noticias), Casciari es un maestro de eso que llaman autoficción, de tomar partes reales de su vida y darles otra mirada, otra perspectiva, que quizá sucedió o quizá no, pero la vida sería más intensa, y hasta más verdadera, si esas mentiras que se inventa hubieran ocurrido de verdad.

Y en este caso cumple desde el inicio, porque Messi es un perro y otros cuentos de fútbol no son cuentos de fútbol en su mayoría. De hecho, incluso en aquellos en los que el fútbol es protagonista, a Casciari le importan más las personas. El destino de todos aquellos que participaron en el famoso gol de Diego a los ingleses el ’86 (el bonito, no el gol con la mano): las distintas miserias que pasaron el árbitro, los rivales, los compañeros, todos de alguna manera marcados por ese gol en su futuro. O el propio Casciari, examinado por él mismo en su periplo emocional durante el mundial de 2014, de la euforia a la tristeza más honda, de no querer hablar con nadie a aceptar que los mundiales son una historia intensa, que te come desde adentro, pero que así como llegan, vuelven cada cuatro años.

Y luego vienen una serie de cuentos sacados (más o menos) de su historia personal. Como la discusión por las redes sociales de apellido «casciari» con un italiano que se apellidaba igual, en Facebook, Youtube, Gmail o Myspace. O una venganza que ha esperado muchos años, de cuando el autor era un gordo joven e indolente, y que se las arregla para convertirse en una pesadilla. O de cuando trabajó para un enano gay que no le pagaba ni le pensaba pagar, pero estar con él valía más que todo el dinero del mundo. O el descubrimiento terrible de la crueldad, del placer de ser malvado y ver a un inocente sufrir opr tu culpa, hecha por un adolescente.

O mi historia favorita del texto, la de los fantasmas que vienen de la infancia para recordarle a Casciari quién es el jefe. Y el jefe es él y su mejor amigo, pero cuando eran niños. Sus sueños, las promesas que entonces hicieron y que ahora, de grandes, están obligados a cumplir.

Un grupo de cuentos pensados para empatizar con un público posmo, que pasa de Messi a la última tecnología, que si acaso ha leído a Dostoievski se cuida muy bien de decirlo. Un público demasiado ocupado en su trabajo, que se ríe de las pelotudeces que Casciari y su amigo inseparable, el Chiri, realizan periódicamente, pero jamás las viviría. Un público que le teme al aburrimiento más que a nada en el mundo. Y un público, curiosamente, al que estos cuentos remecen, le recuerdan que están vivos. Porque el don de Casciari no es hacernos reír (aunque lo logra) ni sorprendernos con su imaginación, que también lo hace.

El don de Hernán Casciari es ser profundo. Es echar una luz en la cotidianidad más aburrida, en un taxi tomado después de una presentación de un libro, o en los comentarios de un blog. Desde allí se inventa sus historias disparatadas, imposibles… pero lo importante es lo otro. Es que, a partir de allí, ilumina las zonas emocionales que no podemos ver. El valor de Casciari no es su humor ni su imaginación: es su sensibilidad. Es que, gracias a sus cuentos, entendemos mejor nuestro propio corazón.

Y si han leído otras entradas de este blog, sabrán que yo puedo perdonar que un libro esté mal escrito, que esté lleno de clichés, que muestre miles de prejuicios, que tenga una portada fea o un título ridículo (como el de este libro, ya que estamos), siempre y cuando tenga corazón. Porque está escrito que el pecado contra el padre y contra el hijo serán perdonados, pero no el pecado contra el Espíritu.

WOKE, TITANIA McGRATH

Hoy estamos ante una sátira que dispara con todos los cañones posibles. Desde el verdadero principio, utilizando el recurso de la autoría apócrifa: Titania McGrath es en realidad un personaje creado por el humorista inglés Andrew Doyle. Y es una genio, una activista interseccional que defiende a todas las minorías a través de su poderosa poesía slam, que se autorreconoce en todas las minorías y por eso puede hablar en nombre de ellas, y se autorreconoce mejor que tú, por lo cual te va a guiar en tu camino al despertar de la justicia.

Twitter es la plataforma preferida de Titania, desde donde reflexiona y nos enseña todo lo que sabe sobre todas las cosas. Allí reflexiona acerca de todo, mostrándonos el camino.

Y, en algún punto, decidió dar un paso más allá y presentar sus opiniones en un libro. Woke es su manifiesto, su manera de guiarte. A través de temas como el feminismo («Nunca dejes que un hombre te diga que no eres una víctima», «Personalmente, preferiría que me quemaran viva en un crisol de orín de yak antes que un hombre me mirara sin mi consentimiento», «las feministas han trabajado muy duro para que todas las mujeres sepan que pueden vivir su vida como les guste, siempre y cuando esas decisiones las empoderen»), las relaciones interétnicas («Odiar a alguien por el color de su piel no es racista si esa persona es blanca«, «se diga lo que se diga sobre ISIS, por lo menos no son islamófobos», «literalmente cualquier persona blanca que hayas conocido en tu vida es racista»), las disidencias sexuales («Cualquiera que haya asistido incluso al curso más básico de estudios de género sabe que no existe literalmente ninguna diferencia biológica entre hombres y mujeres. Salvo en el caso de las personas trans, que nacen en el cuerpo equivocado», «Deberíamos asignar a todos los bebés recién nacidos un número en lugar de un nombre hasta que estén preparados para determinar su identidad de género»), libertad de expresión («Imagina que la libertad de expresión significara que las personas pueden decir lo que quieran, cuando quieran. Así empezó la Alemania nazi», «Los debates están muy bien en la teoría, pero no hay necesidad de presentar todos los puntos de vista»), o la ciencia («me atrevería a decir que todo el conocimiento es un constructo patriarcal»).

Todo esto aderezado por los poemas que Titania nos regala para mostrar su ideario, no sólo desde el discurso académico (que, como es evidente, ella domina a la perfección), sino también a partir del poderoso lenguaje poético. Textos como «Yo, víctima», «Mi furiosa vagina» o su «Oda a un sin techo» nos acercan al generoso corazón de Titania, que puede hablar en nombre de todos, porque ella ha sufrido por todos. Incluso puede hablar por la familia real británica, porque vacacionan en los mismos lugares.

De este modo, Andrew Doyle da vida a una caricatura del movimiento «woke», o despiertos, los luchadores de la justicia social, a través de la cual nos muestra sus peores defectos: egocéntricos, ignorantes, ansiosos por tener razón. Desesperados por ser reconocidos como héroes, y por lucir su superioridad ante el resto. Dispuestos a ignorar los hechos, a mentir incluso sobre ellos si los hechos no aceptan sus ideas. Soberbios. Y, llegado el caso, dispuestos a exigir que quienes piensan distinto sean silenciados o quemados (en twitter, afortunadamente).

El autor ha manifestado en esta entrevista que él está de acuerdo con Titania en lo más básico: que el sexismo, racismo y homofobia son horribles y deben ser combatidos. Y es bueno señalarlo, porque en tiempos como éstos, en que todo es un arma en una «guerra cultural» entre hordas de narcisistas de signo opuesto, una sátira como Woke puede ser leída como un manifiesto en contra de esas causas, y no lo es. Sí es una defensa de la libertad de expresión, del derecho a reír y de los saludables límites que marcan el respeto a las personas y la convivencia democrática.

En un momento como éste, en que las diferencias políticas casi no pueden expresarse sin odio y sin polarizaciones reducidas al absurdo, un libro como Woke puede ser refrescante, en la medida en que lo sepamos leer. Estamos ante un recordatorio, ante un niño que nos dice que el emperador va desnudo, y que no deberíamos tomar tan en serio algunas ideas transformadoras. Que el fascismo que tanto nos gusta ver en nuestros adversarios no está tan lejos de nosotros. Y que, por más bienintencionados que seamos, no somos dueños de la verdad, no podemos decirle a las personas cómo deben vivir y no podemos arruinarles la vida sólo porque piensan distinto.

Y, por favor, no podemos imponer nuestros puntos de vista a la fuerza.

CADÁVER EXQUISITO, AGUSTINA BAZTERRICA

Hoy exploramos el mundo de lo desagradable y feo, eso que no queremos mirar. Porque nos enfrentamos a una novela que nos ofrece un futuro distópico en el que los animales han contraído un virus altamente contagioso y mortal para los humanos, de modo que todos son sacrificados, al menos los mamíferos, sea en estado salvaje o sean animales domésticos. Y eso, por supuesto, generó un cambio radical en las costumbres alimentarias, dado que ya no hay carne disponible.

O sea… sí la hay, pero sería canibalismo. Y el cuerpo echa de menos la carne, el asadito, por lo que en algún punto se terminó registrando un caso de antropofagia: un grupo agarró a dos migrantes y se los zampó. Y luego aparecieron las presiones de la industria cárnica -arruinada, con mataderos y sistemas de producción sin uso y en perfectas condiciones- hacia la población y el Estado: hubo informes de destacados investigadores diciendo que las proteínas vegetales eran insuficientes, que si había aumentado la malnutrición, que si los vegetales no eran tan sanos como se decía…

Hasta que se legalizó el consumo de carne humana. Perdón, carne especial: ése es el nombre que se le da. Suena más pulcro e higiénico, de modo que las personas criadas en matadero se llaman «cabezas», y su torso es «res» o «media res». Por delicadeza no se les llama humanos ni personas, y comprar ejemplares en un criadero está permitido, pero sólo para consumo. Esclavizarlas es muy mal visto, así como tener sexo con ellas, y se castiga con la pena de muerte y la posterior entrega del cuerpo de los condenados a los mataderos.

La historia se centrará en Marcos, la mano derecha del dueño del matadero más respetado del país. Un experto en todo el proceso de faenado de la carne, y también en los secretos comerciales del negocio. Un tipo insustituible, que goza de toda la confianza de su jefe, así como del respeto de todos los demás empresarios. Pero Marcos en verdad odia su trabajo, se siente mal por lo que hace, le molesta la corrección política de los eufemismos asépticos que se usan para el asesinato y el canibalismo. Detesta ver cómo se cometen las peores bajezas, y se actúa como si fuera lo normal, lo correcto. Pero Marcos tiene familia, tiene un padre bondadoso que enloqueció (Marcos cree que a partir de toda esta locura), y debe pagarle el mejor geriátrico, uno donde a los viejos no los vendan al mercado negro al morir.

Marcos, además, carga con el peso emocional de haber perdido un hijo, y estar separado de su esposa desde entonces: ella lo lleva aún peor, y está seriamente deprimida. En ese contexto, con su estabilidad mental colgando de un hilo, un ganadero obsequioso le manda un regalo: una hembra de carne premium, de las de criadero, las que no les inyectan nada para acelerar su crecimiento y que por lo mismo son la mejor carne. Son caras, y él puede faenarla para comer, o venderla por mucho dinero. Justo a él, en el momento en que más detesta todo eso.

En esta novela Bazterrica no tiene miedo de describirnos los mecanismos de la industria de la matanza animal con detalle. Nos horroriza el trato que se le da a otros seres humanos (y evitaremos pensar en que es un trato muy similar el que se le da a vacas, cerdos y pollos. Evitar pensar es clave en esta novela). Pero tampoco teme a mostrarnos los mecanismos mentales a través de los cuales nos tranquilizamos a nosotros mismos, nos convencemos de que no tenemos más opción cuando vamos a cometer alguna infamia, o incluso de que está bien y es necesario. Tanto al nivel de cada persona, como los empleados del frigorífico de Marcos, o su hermana arribista, que ha olvidado a su padre pero finge preocuparse de él, para convencerse de que no es una mala hija, como también al nivel colectivo, de una sociedad enferma que ha decidido pasar por alto los peores horrores. No sé, como bombardear hospitales con enfermos adentro, pongamos por caso.

Una novela que, a través de capítulos muy breves, y acudiendo a un lenguaje ajustado y profesional cuando es necesario, así como a un lenguaje mucho más emocional cuando escuchamos los pensamientos de Marcos, que es casi el único que muestra emociones reales, no clichés socialmente aceptados o la cínica dureza de los que conviven con la muerte. Agustina Bazterrica no escatima nada a la hora de pasearnos por la fealdad, sobretodo por la fealdad que nosotros mismos hemos provocado, y de la que nadie se ha de salvar. Nos presenta un mundo que es una máquina cruel, de usar a las personas como mercancías, y de la que nadie puede huir del todo: verdugos, víctimas o consumidores, o todo eso en diferentes momentos, pero en el mundo de pesadilla de la autora nadie se salva.

LA CASA DEL AHORCADO, JUAN SOTO IVARS

Hoy traigo un ensayo al que, la verdad, entré con las expectativas muy bajas. Por el perfil público del autor, ese tipo de opinólogo que siempre tiene algo que decir y además ama estar en el medio de todas las controversias, y por su gusto en vestirse de troll, siempre provocando a las izquierdas, quizá por ver si al fin lo difaman, cancelan y lo convierten en mártir.

De modo que entré al libro más con curiosidad morbosa que con interés serio, pensando «qué irá a decir el troll este». Sin embargo, me he llevado una sorpresa: estamos ante un ensayo bien estructurado, que por supuesto aspira a llegar a los temas favoritos del autor (la libertad de expresión, la censura, el comportamiento de la gente en las redes sociales), pero se toma la molestia de rastrear sus orígenes, y para ese viaje acude a la antropología, la historia, la psicología y la política. No teme, además, disparar para todas partes y tomarse en serio el papel de defensor de la libertad de expresión. Por supuesto, están sus habituales críticas a la izquierda actual, pero no se ciega en ellas, sino que intenta reconocer las causas impersonales del mal, antes que señalar a las personas que lo hacen. Y si ha de señalarlas, intenta ser ecuánime y mostrar el mal en todas partes, desde el conservador nacionalista que quiere echar a todos los migrantes del país hasta la feminista indignada porque un señor se sienta con las piernas muy separadas en el metro.

Y el viaje empieza en la antropología, rastreando el descubrimiento de la palabra «tabú» por Occidente, en las paradisíacas islas de Hawaii y la Melanesia. Los europeos (aunque conocían la idea, no es que faltaran tabúes en la Europa cristiana), desconocían la palabra y quedaron fascinados con el descubrimiento de los apartados: lugares, cosas o personas que no deben ser tocados, porque son impuros y te pueden contaminar, arriesgándose toda la sociedad al contagio. El tabú, siguiendo a Mary Douglas, está situado en figuras marginales, que por algún motivo son aceptadas allí, pero si se dan tales o cuales circunstancias pueden volverse tabú. El ejemplo más sencillo son nuestros mendigos, que prácticamente son invisibles, y de los que prácticamente no se habla en la vida cotidiana. Lo mismo pasaba y a veces pasa con transexuales, migrantes o prostitutas, que viven entre nosotros, pero para muchos es mejor no hablar de esas personas.

Y, por lo mismo, el tabú funciona perfecto para darle cohesión a la sociedad, en aquellos tabúes que nos unen, como el incesto o el asesinato, pero al mismo tiempo para diferenciarnos, como en los tabúes de no comer cerdo, de no comer productos que impliquen sufrimiento animal o no comer carne en Viernes Santo, que son tabúes que refuerzan la identidad de determinados grupos. Y ese es un equilibrio delicado, puesto que el tabú siempre es atractivo, siempre existe el deseo por quebrantarlo: desde la broma inocente aunque desagradable de comer carne aparatosamente delante de los veganos, a las feministas de los ’60 quemando sostenes, siempre es una tentación romper tabúes. Y, en la medida en que deseemos (o no) romper un tabú, siempre habrá una justificación altamente racional para explicar lo que hicimos o dejamos de hacer. Por esto los carnavales, las películas de terror y la sátira se permiten, como escapes a esas tensiones en las que nos vestimos de Jack el Destripador, vemos a Freddy Krueger cometer un sinfín de asesinatos o a Shrek burlarse de todos los cuentos de nuestra infancia.

Desde aquí el autor se pasa al análisis de la herejía, que a diferencia del tabú, no vive en los márgenes, sino que es una desviación del pensamiento socialmente aceptable, pero que debe ser castigada con igual o mayor energía que la transgresión del tabú, por su capacidad corrosiva y contagiosa. Documenta, con detalle, un par de casos de profesionales modernos que fueron severamente castigados por atreverse a proponer la hipótesis de que entre hombres y mujeres hay diferencias biológicas, y esto le costó a uno el despido y el linchamiento social, y a otro el ostracismo de la comunidad científica, ambos en contextos en los que, si hubieran dicho una pavada sin sentido o peligrosa, debieron ser refutados pero nunca excluidos. Y cómo, en ambos casos, quienes hubieran podido defender al hereje optaron por restarse o incluso fingir indignación y agarrar su propia antorcha.

Veremos también que el peligro de los herejes es que se parecen demasiado a nosotros, y cómo los antiguos herejes pueden instaurar un nuevo dogma, una nueva Inquisición y perseguir herejes propios si se les da la oportunidad, a través del ejemplo de Calvino, que en cuanto tuvo poder hizo exactamente eso, dedicándose a cazar brujas con el mismo entusiasmo que el Mao de la Revolución Cultural.

Sentadas estas dos bases teóricas, el autor empieza su diagnóstico y propuesta. Nos hablará de las tribus, esas agrupaciones en las que nos sentimos identificados, y el poder que tienen sobre nosotros. De qué tan sociales somos, y cuánto estamos dispuestos a sacrificar por pertenecer a una tribu, ser aceptados en ella y sentir que -además- tenemos razón. Y cómo esa identidad fácilmente puede exigir sentirnos amenazados por la tribu de al lado, y empezar a amenazar a los de al lado, llegando a las consecuencias que haga falta llegar.

Por supuesto, es fácil hablar aquí de las extremas derechas y su pulsión purificadora, que quiere echar a los migrantes, meter en el closet a los disidentes sexuales y volver todo a los buenos viejos tiempos, cuando las mujeres permanecían en la cocina. Pero Soto nos recordará que fue la izquierda quien decidió jugar al juego de las identidades, del reconocimiento de las diferencias, porque una vez derrotados los socialismo reales de base clasista, no tuvieron más camino que abrazar todos los desniveles de poder y cuestionar todas las jerarquías, generando muchas tribus -étnicas, de género, de orientación sexual, lo que sea-, solo para descubrir que en el juego de las identidades la ultraderecha siempre gana, porque habla de Patria y de que te están quitando el empleo, y esas cartas le van a ganar siempre a la interseccionalidad. Y, ante eso, no tienen más respuesta que la superioridad moral (que les aleja aún más de quienes deberían apoyarles).

Y estas tribus, nos dirá el autor, se niegan a conversar entre ellas, sino que cada una se presenta como la víctima de la historia (cosa que puede ser más o menos cierta, en todo caso), exige reparaciones y limita la libertad de los demás (el ejemplo más claro serían los manuales de estilo de la corrección política, con palabras que no se deben decir, o que sólo pueden ser dichas por determinados colectivos), y que en vez de aportar a la convivencia democrática, se dedican a enseñarnos como tenemos que vivir y qué debemos hacer para no molestarnos. Y claro, una vez abierta esa puerta, resulta que todos somos fascistas, al menos en potencia, y bajo esa amenaza todos podemos ser procesados y linchados. Según el autor, vivimos en medio de una guerra de identidades tribales narcisistas, que sólo atienden a sus propias necesidades y que no ven que se están comiendo el capital político de la democracia, que es la capacidad de respetarnos en nuestras diferencias, y por esa vía allanando el camino para que un tirano que sepa utilizar la rabia acceda al poder, como un conocido nuestro de cabello naranja por ejemplo.

Soto plantea que, una vez que la política invadió el terreno de la intimidad personal, con el slogan de «lo personal es político», luego la identidad tribal invadió la política, y da lo mismo lo que hagas, en la medida que pertenezcas al bando correcto. Y frente a esto, plantea la necesidad de encontrar espacios de unión, de una izquierda cohesionada bajo la bandera de la clase y no de la identidad tribal. Y puede que no le falte razón: al final, si planteamos la discusión en el plano de la justicia de género o étnica, nos olvidamos de que las mayores injusticias de nuestro tiempo siguen siendo económicas, sobre todo en el Tercer Mundo. Mientras Amazon genera películas woke, con elencos y temáticas políticamente aceptables, sigue explotando de manera asquerosa a sus empleados.

Un ensayo muy interesante, en el que Soto Ivars se sale de su traje de provocador de redes, y nos ofrece un ejercicio de pensamiento equilibrado, razonado y en el que aboga por una sociedad multicultural, inclusiva y tolerante. Que no nos engañen los señores conservadores que creen que, porque el autor se burla del posestructuralismo o del uso de la teoría queer para imponer normas de conducta, este libro les da la razón. No lo hace. Ojalá el autor mostrara más de esto y menos de su rollito personal, su ego y su necesidad de hablarnos de Juan Soto Ivars.

EL FIN DE LOS DÍAS, ADAM NEVILLE

Hoy estamos ante una novela de terror de manual. Un libro para aprender a escribir terror, escrito con muchísimo oficio, y entendiendo a cada paso lo que debe hacer para darle continuidad a su historia e impresionar a sus lectores. Un ejercicio técnicamente impecable, al que no se le puede discutir nada.

La historia parte con un prefacio, en el que vemos a una mujer sola, de noche, en una casa arrendada -la tercera en cinco meses, todas con nombre falso- y que está aterrorizada por algo así como fantasmas («viejos amigos» los llama) que están haciendo un destrozo en el piso de arriba. Ella sabe que está perdida, que aunque huya la encontrarán, y decide empuñar un revólver y subir increpando, a las puteadas, a una mujer espectral que está aterrándola. Cuando la visitante hace acto de presencia, la dueña de casa decide poner fin a la persecución, disparando contra sí misma.

Ya este prólogo es espeluznante, capta toda nuestra atención y funciona como truco para instalar las preguntas correctas en nuestra cabeza: ¿Qué eran esos viejos amigos? ¿Fantasmas? ¿Y por qué persiguen a esa mujer sola? ¿Qué quieren de ella? ¿Qué pasa con sus señas características: olores, ruidos, oscuridad? ¿Y qué relación tiene la mujer de la casa con ellos, y por qué sabe con certeza que una de estas presencias es femenina? De que los conoce, los conoce. Pero no entendemos por qué.

Desde allí, el autor juega con nuestras ansiedades y se pone a contar una historia nada que ver, pero que todos sabemos que en algún momento se encontrará con nuestras preguntas y nos dará lo que queremos. Y la historia es la de Kyle, un documentalista británico con una trayectoria respetable, conocido en el circuito under, pero con deudas hasta el cuello, soñando con hacer la película de su vida y volver al juego a lo grande. Y esa oportunidad quizá le llegue a través de Max, un productor de cine relamido, pretencioso y forrado en billetes, que le ofrece cien mil libras esterlinas sólo como adelanto, libertad creativa total y un trabajo de preproducción listo -locaciones, entrevistas, permisos resueltos- para investigar una historia con muchísimo potencial: el desarrollo de una secta que nació en Londres, pero luego se trasladó a Francia y fueron a morir en Arizona, en un suicidio colectivo. La narcisista y malvada hermana Katherine, líder de la secta, la cada vez más angustiosa vida de sus seguidores, dominados por ella y absolutamente dependientes de sus designios, y una solicitud: que por favor Kyle se concentre en la posible vertiente paranormal de la historia. El único problemita es que todo debe grabarse en once días nada más, a partir del fin de semana que viene. O sea, hay que actuar YA, entrevistar a los policías y a los sobrevivientes de la secta que Max contactó, visitar los lugares en los que vivieron en tres países y dos continentes y todo a ritmo de tren expreso. Kyle convence a su camarógrafo y mejor amigo (no es que le cueste mucho, el dinero y la historia hablan solos), así como a su encargado de montaje.

Y claro, las cosas se complican cuando la «posible vertiente paranormal» de la historia resulta cada vez más factible. El olor, las marcas, los ruidos. Sueños espeluznantes que hacen que Kyle casi no quiera dormir durante el rodaje. La historia de la secta es fascinante, eso seguro, pero las presencias espectrales (lo que quiera que sean) se muestran cada vez más clara y aterradoramente reales, y a Kyle le cuesta cada vez más convencer a su amigo Dan de completar la tarea.

Y luego está Max. que aparentemente tiene un plan muy claro y transparente, pero que esconde muchas cosas a Kyle y a su equipo. Al principio parecen detalles, pero se van sumando y cada vez más parece que Max tiene intenciones que no revela, y constantemente manipula a Kyle. A cada momento va siendo más claro que el documental es peligroso, y si Kyle fuera razonable lo dejaría todo botado, pero Kyle necesita el dinero, y necesita volver a hacer una película exitosa. Y más aún, necesita terminar la historia, porque está obsesionado y no puede dejar de perseguirla, de intentar entender lo que pasa, del mismo modo que no puede dejar de lado la que sería la obra de su vida. Es un artista obsesionado con su arte, y llega a un punto en el que no le importa nada, ni ponerse en riesgo ni poner en riesgo a otros ni seguir pretendiendo que confía en el mentiroso de mierda de Max.

Una obra en la que el autor maneja sabiamente el ritmo de la historia, alternando los momentos aterradores (el episodio de la granja en Normandía, por ejemplo, es espléndido) con los momentos de calma que sirven para instalar la estructura de la historia y que entendamos lo que pasará, hasta llegar al clímax, que es tan apoteósico como el lector pudiera esperar. Pero también maneja sabiamente la información, de modo que nos vamos enterando de los datos que necesitamos para entender la historia en los momentos justos, y el autor va permitiendo que nos formemos las preguntas en los momentos adecuados para recibir las respuestas: si bien es cierto que la explicación final acerca de la naturaleza de estas presencias espectrales es un poco extemporánea y nos saca de la historia original, también es cierto que le permite al autor darle sentido a su historia, y anclarla en una tradición del horror. El terror sobrenatural, al igual que las religiones, requiere una tradición, un origen, para que los respetemos.

No se trata de una «gran novela» así, a secas, como podría serlo El Quijote o Anna Karenina. Su historia es por momentos esquemática, y la peripecia es aquí lo más importante, aunque el autor se dé el gusto de reflexionar sobre el narcisismo de nuestra época y sobre nuestra estúpida costumbre de elegir a los peores para liderarnos, acudiendo una y otra vez a los peores psicópatas para que rijan nuestros destinos, desde Gengis Khan hasta los inversionistas de Wall Street que decidieron que el agua cotice en bolsa.

Sin embargo, se trata de una novela que cumple lo que promete: llevarte de viaje a un laberinto siniestro. Promete que te va a inquietar, y cumple sobradamente: es el tipo de libro que después de leerlo, necesitas relajarte haciendo otra cosa antes de dormir.

ORGULLO Y PREJUICIO, JANE AUSTEN

Decía Ernesto Sábato que las transformaciones fundamentales en literatura eran generadas por autores geniales, pero que estaban condenados a tener una ristra de seguidores cada uno peor que el anterior, aprendices de brujo que intentaban seguir las recetas de sus maestros, pero sin el talento ni la capacidad de innovar, y que terminaban deformando un estilo o una idea hasta la ridiculez.

Y, aunque Sábato escribía eso pensando en Faulkner o Joyce, seguro que también es aplicable a Jane Austen, una mujer brillante, que aprovechó las oportunidades que tenía la vida que las mujeres de su época podían llevar para observarlo todo. Para observar que las mujeres en su tiempo no tenían, prácticamente, más opciones que casarse para sobrevivir, que eso llevaba a familias enteras a dedicarse, casi como una obsesión, a cazar maridos ricos para sus hijas (aunque no tuvieran nada en común, pero que las mantuvieran) y a las chicas a convertirse en adornos sin opinión, desesperadas también por conseguir un buen producto en el mercado de las bodas. Y luego, en medio de todos esos rituales más o menos idiotas que existían para que los varones adinerados pudieran elegir a una esposa agradable y obediente, los misterios del corazón. Todas las cosas que se asumen y no se dicen, los errores que cometemos por no escuchar, o por no preguntar. Los malos entendidos tontos que nos roban la felicidad.

Y elige hablarnos de todo esto contándonos la novela de la familia Bennet, que tuvo cinco hijas y ningún varón. Y que necesita casar a sus hijas desesperadamente. Y dentro de esta familia, es la historia de Elizabeth Bennet, la segunda de las hijas, una chica de notable inteligencia y que no está dispuesta a casarse sin amor. Una chica de mucho sentido común, de firmes valores y de un carácter valiente. Un lujo de mujer… si la pobrecita tuviera dónde lucir esas características. Pero vive en una sociedad que valora más el saber bordar y disponer una cena para 20 personas, ser buena anfitriona y nunca discutir. Y resulta que Elizabeth conoció a un hombre que podría haberle gustado: un tipo inteligente, correcto, justo, buenmozo y caballero… pero demasiado orgulloso, demasiado altanero para mirar a una chica de provincias. Y si el caballero, que se llama Mr. Darcy, no la ve porque está cegado por su orgullo, ella tampoco lo verá, porque juzga precipitadamente a las personas, y el tal Darcy es estirado y pesadito. No ve que en realidad es más tímido que pesado, y que no se siente del todo cómodo en esas actividades frívolas que inventaban para cazar maridos.

La novela será la historia de ellos dos superando los obstáculos que se interponen: por un lado los obstáculos externos, que representan la intriga de la historia y que deben ser resueltos durante el transcurso de ésta, pero también los obstáculos internos, que los obligan a transformarse, a convertirse en personas mejores, más dignas una de otra: si él dejará su orgullo y se volverá humilde ante ella, aceptando los peores desprecios si es necesario, ella se volverá más sabia y aprenderá a no juzgar a la gente precipitadamente, y a ver que debajo de esa apariencia fría y distante hay un hombre de verdadero corazón.

Todos los mitos de la chick-lit quedan inaugurados aquí: la pareja dispareja que termina enamorada, el hombre que cambia por amor, las personas malas que intentan interponerse entre ellos, los malentendidos, los personajes graciosos que alivian la tensión dramática con sus conductas torpes, todo. Pero en esta novela aparecen brillantemente entretejidos, y combinados con la poderosa capacidad de observación de Jane Austen: ella es capaz de mostrarnos a personajes de verdad, complejos y profundos, con sus dudas y sus motivaciones, que a veces no son las que ellos mismos hubieran admitido.

Y algo más: también está aquí el humor de Austen. La novela es divertida, porque está trufada de las observaciones de la autora, que lo ve todo y se ríe de las ridículas convenciones de su tiempo, que obligaban a la gente a hacer muchas veces lo que jamás hubieran deseado, pero que sentían que estaban forzados a hacer. Ya desde el inicio, uno de los más célebres de la literatura: «Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa», la autora nos muestra que ella misma no se toma en serio toda la farsa que su época llamaba vida de sociedad.

Al final, una estupenda novela decimonónica, un monumento literario, profundo y divertido. Una lectura amable, que da gusto y no cansa, y uno de los primero grandes vistazos literarios al mundo según lo ve una mujer. Allí donde Tolstoi da cátedra, Dostoievski reflexiona hondamente y Flaubert disecciona almas, Jane Austen se ríe y da en el clavo, medio a medio, sin fallar jamás.

EL MUÑECO QUE SE COMIÓ A SU MADRE, RAMSEY CAMPBELL

Hace un tiempo reseñé Los sin nombre, de este mismo autor, y mi impresión fue que, tratándose de un escritor de muy buena pluma y muy bien evaluado por la crítica, a mí me resultaba insuficiente como novelista, pese a que tiene episodios escritos con mano de ángel (ángel de las tinieblas, claro está). Y que volvería a leer algo suyo, para ver si pesaban más sus méritos o sus dificultades.

Pues bien, hoy he vuelto, con una novela de título formidable: El muñeco que se comió a su madre es una manera estupenda de titular a una novela de terror. Es extraño, es sangriento, es tabú, es físicamente imposible. Tiene todas las reverberaciones del horror en ocho palabras, de modo que éste fue la novela elegida. Y mi impresión es aún peor que Los sin nombre.

Campbell nuevamente muestra su oficio, y por momentos es profundo para explicar a sus personajes (por momentos no). Su final, extraño y onírico, es estupendo. Pero luego… la novela presenta demasiados huecos en la trama como para tomarla totalmente en serio. Partimos con un accidente automovilístico provocado por la aparición, de la nada y en medio de la noche, de un hombre misterioso en la calle, que obliga a una maniobra a la conductora del auto, y termina generando un choque. El hermano de la conductora muere… pero lo sorprendente no es eso. Es que nadie puede encontrar el brazo del occiso. ¿Cómo perdió el brazo? Ah, ni idea, acá lo importante es generar temor con la desaparición de la extremidad. Que cortar un brazo humano sea una tarea muy compleja y que no puede resolverse en cuestión de minutos, pues da igual.

Luego nos vamos con la hermana, torturada por la culpa, intentando seguir con su vida, acosada por sus propios complejos y porque sabe que parte de la responsabilidad en el accidente es suya. A ella la visitará un escritor que trae una teoría conspirativa sobre la muerte de su hermano: le asegura que la muerte y el robo del brazo sólo puede ser obra de un chico que él conoció en la escuela, al que no ha visto en décadas pero seguritito que es él. Le explica que ese muchacho tenía un corazón malvado, que no sólo hizo lo de su hermano sino además atacó y comió partes del cuerpo de otra señora. No tiene pruebas, pero tampoco dudas.

Y la hermana, vaya uno a saber por qué, se compromete a ayudarle y le cree su historia. Si los terraplanistas la hubieran conocido la convencían en quince minutos, oye, si es que es una chica muy fácil de convencer. Pero no solo eso: los dos van a ver al hijo de la otra señora, la que fue medio devorada, le cuentan la misma historia, ¡y lo convencen también! ¡Incluso hay espacio para que llegue, solito y sin que lo llamen, un actor triste porque un desgraciado se comió parte de su gatita regalona y quiera sumarse a esta tropa de detectives aficionados! Porque, claro, en eso se convierten. Nuestra amiga, la que perdió el hermano, accede a cometer actos fuera de la ley, que podrían costarle el puesto de trabajo, para conseguir los datos que la hipótesis necesita. Y el hijo de la otra señora deja abandonado su empleo, no cumple sus obligaciones por lo mismo. ¿Avisar a la policía? No, para qué: quién necesita profesionales si podemos entrometernos en una investigación criminal y convertirnos en blancos andantes.

Porque esa es la otra: hay un asesino con querencia por el canibalismo suelto. Es inteligente y muy perturbado, y si se entera de lo que esta tropa de pelotudos intentan hacer, no será precisamente piadoso. Uno de nuestros detectives aficionados, de hecho, tiene esposa e hijos pequeños, y en algún momento expresa su temor de que sus hijitos corran esa suerte… pero eso no lo detiene. Ni un poquito.

Claro, cuando fuerzas así las cosas, te queda servida la novela. Ya todo se convierte en una especie de carrera entre El Equipo de los Detectives Aficionados v/s El Asesino Sangriento. Iremos descubriendo cosas sobre este último, conoceremos su verdadero origen, y sus necesidades (por descontado que la extravagante teoría del escritor era cierta, obvio, y se trataba del muchacho que conoció a los 12 años), y en la medida en que la obra avance, se irá cerrando la pinza del argumento, y por supuesto que tendremos un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre el bien y el mal encarnado. Ahí Ramsey Campbell dará lo mejor de sí, construirá momentos trepidantes y nos construirá un muy buen monstruo, uno creíble y malvado. Pero, claro, así cualquiera, con premisas de papel, increíbles , cualquiera se inventa historias alucinantes.

Y hay otro problema acá: los personajes. A ratos podemos entenderlos, nos queda clara la historia de los traumas de nuestra protagonista, sus motivos y complejidades. Y el monstruo está muy bien construido también: lo entendemos, vemos que él no querría ser monstruoso… pero no tiene verdadera opción. Entre sus propias inclinaciones a la crueldad y el entorno que le ha tocado, su mejor respuesta fue convertirse en lo que es. Ok. Pero, la verdad, es difícil empatizar con cualquiera de ellos. Y no porque estén mal hechos: es difícil empatizar con sus personajes porque han sido construidos sin amor. Hay personajes malvados, como Medea, que igual los podemos amar, porque el autor nos la presenta de tal manera que podemos sentir su dolor y sufrir con ella. O como el Svidrigáilov de Crimen y castigo, que al final lo entendemos, torturado y sufriente.

Pero en esta novela perdemos mucha de su humanidad: están tan al servicio de la historia que su personalidad se ajusta a los requerimientos de la trama. ¿Qué, necesitamos qua la protagonista haga estupideces imprudentes y se ponga en riesgo, para que tengamos nuestro clímax y estén a punto de matarla? Pues va, la hacemos voluble y enamoradiza, así se justifica que haga tonterías. ¿Es que ahora necesitamos que alguien se decida a rescatarla, y empuje al escritor, que es demasiado cobarde y egoísta? Pues va, repetimos machaconamente que uno de los personajes es un protector natural, un caballero (es el mismo que expone a sus hijos a un asesino caníbal). Y así.

En suma, El muñeco que se comió a su madre es una excusa para que un autor luzca su buena pluma. No está bien construida y, lo peor, está hecha sin amor. Y así no se puede.

RELECTURAS: MADRE NOCHE, KURT VONNEGUT

Hoy iniciamos una nueva sección: libros que ya han sido reseñados aquí, pero sobre las que vale la pena volver y decir algo nuevo. Porque encontramos nuevas ideas, porque cambiamos de opinión respecto a lo que creíamos, por el placer de releer. La lectura es un viaje, no una carrera, y debe hacerse con alegría; por lo mismo a veces vale más volver a lecturas antiguas y dejar que se vaya la ansiedad por tantos libros magníficos que no hemos leído y sin duda no leeremos.

Y abrimos la sección con la misma novela que abrimos el blog: Madre noche, de Kurt Vonnegut. Una especie de novela de espías, que nos ofrece la historia de un escritor estadounidense afincado en Alemania que, en la II Guerra Mundial, fue espía para los aliados, y para ello debió ser un propagandista nazi, que en un programa radiofónico exaltaba a los ciudadanos alemanes mejor de lo que cualquier nazi convencido lo podría haber hecho jamás. Y veremos a ese mismo escritor, mucho después de la guerra, viviendo en un cuartucho en Nueva York, con su soledad y los recuerdos de una esposa a la que amó y perdió en la locura de la guerra. Conoceremos a su mejor amigo, un espía soviético que intenta traicionarlo, y a sus benefactores, una grupo de patéticos nazis norteamericanos, enarbolando ideas dementes -la mayoría invento suyo, además. Sabremos que es descubierto y denunciado, y que terminará en una cárcel en Jerusalén, intentando demostrar que el fue un agente secreto (aunque nadie parece poder demostrarlo).

Y, la lectura que intentaremos hacer de esta novela tiene que ver con la razón y la locura. Vonnegut ha tocado, en otras obras, el tema de la locura, y le inquieta nuestra capacidad de transformar el mundo, lo fácil que sería hacer el bien, y lo abrumadoramente habitual que termina siendo el mal. Por otra parte, también siente desconfianza acerca de nuestra propia capacidad intelectual: sospecha que nuestros cerebros son proclives a funcionar mal, y que podemos no darnos cuenta de ello, con lo cual las fronteras entre lo real y lo imaginario de desvanecen.

Y en Madre noche, Vonnegut nos hablará de la locura colectiva que es el totalitarismo, que calcula con absoluta precisión decisiones demenciales, que razona perfectamente sobre la manera adecuada de asesinar inocentes, y que ignora del mismo modo cualquier argumento o evidencia que contradiga lo que una mentalidad totalitaria quiere pensar. Nos mostrará los argumentos más viles y falsos imaginables siendo aceptados como verdades evidentes.

Y algo más: el autor nos recordará, constantemente, que esas vilezas y falsedades nacen de una mente que no se engaña a sí misma. El escritor norteamericano, el doble agente, siempre supo que escribía paparruchas, porquerías, y lo hizo sin pestañear, porque era su trabajo y la manera que, en la guerra, podía dar cauce a su creatividad y mantener intacto lo que de verdad le importaba: su vida marital, la compañía de su mujer, a la que amaba locamente y con la que constituían un pequeño equipo cerrado, una «nación de dos» en la que nadie más podría haber entrado.

Vonnegut, de este modo, cuestiona tanto a la locura como a la razón: ambas han colaborado, como buenas hermanas, en la construcción minuciosa del mayor horror concebible. Y ninguna de ellas puede alegar inocencia, quizá la razón la que menos. También nos hablará de las formas de confundir al cerebro, cuando conozcamos al mejor amigo de nuestro protagonista, en su etapa de Nueva York: un solterón entrado en años como él, dotado de una sensibilidad exquisita, que lo comprendió como nadie… y que es un espía soviético maquinando para llevárselo a la URSS a que lo expusieran como criminal de guerra, y usar el hecho de que viviese en Estados Unidos como propaganda antiyanqui. Aquí vemos cómo dos realidades totalmente contradictorias son posibles: tanto la amistad como la traición, y una cabeza humana no basta para reconocerlas. Lo mismo pasará con el amor: también aquí se producirá una verdadera traición, motivada por un amor totalmente verdadero. ¿En qué podemos confiar entonces?

Por un lado, se ofrece una respuesta insuficiente e inaceptable, de carnaval siniestro: los únicos confiables en esta historia son los ridículos nazis norteamericanos, unos payasos ancianos que están verdaderamente agradecidos con nuestro héroe, y que se esfuerzan por ayudarlo de verdad. Con conceptos como el honor y la gratitud en sus cabezas, estos fascistas terminan siendo otra demostración de lo que el autor propone sobre la mentalidad totalitaria: son capaces de nobleza y entrega, son generosos y hermanables… para los que ellos consideran sus iguales. Sus cabezas funcionan bien, pero olvidan las cosas más básicas como que no puedes asesinara a una raza entera porque su dentadura no es la adecuada (¡y sin que sea cierto siquiera!).

Pero, más allá de este callejón sin salida, que también podría estar representado en el teniente norteamericano que se considera a sí mismo la némesis de nuestro escritor, y quien deberá enviarlo al infierno, un poco para compensar una vida mediocre, de fracasos y desilusiones, Vonnegut nos ofrece un camino: la consciencia. Nos recuerda que somos lo que fingimos ser, así que deberíamos tener cuidado con lo que fingimos ser, y luego nos cuenta la historia de un hombre que sabía quién era, y fingió ser lo contrario, y cómo esa sombra nunca lo abandonó. Un poco de consciencia, la capacidad de poner límites y hacer lo que amaba, en vez de lo que otros querían para él, le habría hecho mucho bien a nuestro protagonista.

Y hay otra salida disponible: el amor. Como buen bufón negro y malhablado, Vonnegut desprecia a la humanidad porque la ama muchísimo, y desea que ojalá nosotros hiciéramos lo mismo.

LIBRO DE SANGRE (VOL. I, II Y III), CLIVE BARKER

Dice Wikipedia que Clive Barker es un escritor, artista visual y cineasta. En Google podemos encontrar mayores datos. Que escribe relatos de terror, teatro y guiones para cine, que es un ilustrador y un montón de cosas interesantes.

Pero todos olvidan el dato esencial: Clive Barker es, ante todo, un sacerdote. Un sacerdote del horror, un hombre enamorado de los sueños más turbios y que ha dedicado su vida a sacar a la luz las fantasías más horribles que pueda imaginar. Un sacerdote fascinado, y que busca compartir su fe, fascinarnos y al mismo tiempo horrorizarnos, obligar al lector a seguir leyendo (o viendo sus películas) aunque no lo desee, aunque quiera salir escapando de allí para nunca volver.

El volumen que reseñamos hoy fue concebido originalmente como un libro único, pero por cuestiones económicas debió ser publicado en tres partes. Y fue una buena idea leerlos todos juntos, porque efectivamente se trata de una experiencia destinada a ser vivida así, de un tirón. Se trata de cuentos de terror en los que Barker bucea en las fantasías aterradoras, sirviéndose de la violencia y del sexo cuanto sea necesario, pero sin usarlas como reclamo: no estamos ante historias gore porque sí, de esas que hacen volar tripas y rajan pechos desnudos sólo por impresionar al lector. Más bien se trata de una indagación, de un ejercicio subacuático: el autor bucea en los orígenes del miedo, y ve las conexiones entre la violencia ejercida sobre un cuerpo humano, el sexo y el miedo. Ve la fascinación de la carne y la destrucción, y el horror de la carne y la destrucción, según como sea servida.

En palabras del propio Barker: «No hay placer igual al terror. Siempre que sea el de otro».

Los cuentos van avanzando, tanto en grosor como en horror: si en los primeros el autor nos muestra historias que podríamos reconocer, que de algún modo nos suenan familiares (es lugar común entre la crítica decir que El blues de la sangre de cerdo establece cercanías con El señor de las moscas, por ejemplo), el autor luego va dándole alas a su fantasía y regalándonos imágenes que jamás habríamos pensado por nosotros mismos, como las ciudades que cantan en el magnífico «En las colinas, las ciudades», o el colorido carnaval de monstruos en medio de ninguna parte en «La piel de los padres».

Más allá de lo elegante y sabia que sea la estructura de los cuentos, de lo mucho y bien que Barker maneje la tradición y los motivos clásicos del terror (por ejemplo en Restos humanos, una elegante visita al tema del doppelgänger, o más marcadamente aún en Los nuevos crímenes de la calle Morgue, su personal homenaje a Poe), más allá de las escenas o frases terribles que nos regala cada cierto tiempo («Mamá, me han dado de comer al cerdo», por ejemplo, que no puede ser más estremecedora), más allá de los personajes entrañables o espantosos, lo que nos deja Clive Barker en estos cuentos son sus imágenes. Imágenes que difícilmente se olvidan y que a medida que pasan las páginas se van volviendo más perturbadoras, a medida que la imaginación del autor se desata, mientras juega con temores muy básicos, como la femme fatal de Jacqueline Ess: sus últimas voluntades y testamento, capaz de destrozar a los hombres y volverlos esclavos o cadáveres sin otro límite que su creatividad. O la culpa, en Confesiones de la mortaja (de un pornógrafo), en la que un hombre inocente se ve injustamente acusado, y decide vengarse de quienes lo ensuciaron, que viven llenos de guardias, perros y alambres de púas.

Por momentos, la lectura de estos cuentos me recordaban la ya célebre afirmación de Vicente Huidobro: «Cuando escribo: ‘El pájaro anida en el Arco iris’, os presento un hecho nuevo, algo que jamás habéis visto, que jamás veréis, y que sin embargo os gustaría mucho ver». Barker es una especie de poeta vanguardista del horror, un tipo que va más allá de lo que imaginábamos y nos viene a mostrar lo que ha visto o entrevisto en sueños. Porque un verdadero sacerdote no debe ser un funcionario de sacristía, aburrido y burocrático, que recita oraciones que ni entiende ni le importan demasiado. Ha de ser un poeta, vibrante y haciendo vibrar a su grey, mostrándole la unión del hombre y lo sagrado, con toda su luz maravillosa y a veces aterradora como una zarza ardiendo.

Y sí, el verso de Clive Barker es llave que abre mil puertas. Pero del terror.

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