EL MUÑECO QUE SE COMIÓ A SU MADRE, RAMSEY CAMPBELL

Hace un tiempo reseñé Los sin nombre, de este mismo autor, y mi impresión fue que, tratándose de un escritor de muy buena pluma y muy bien evaluado por la crítica, a mí me resultaba insuficiente como novelista, pese a que tiene episodios escritos con mano de ángel (ángel de las tinieblas, claro está). Y que volvería a leer algo suyo, para ver si pesaban más sus méritos o sus dificultades.

Pues bien, hoy he vuelto, con una novela de título formidable: El muñeco que se comió a su madre es una manera estupenda de titular a una novela de terror. Es extraño, es sangriento, es tabú, es físicamente imposible. Tiene todas las reverberaciones del horror en ocho palabras, de modo que éste fue la novela elegida. Y mi impresión es aún peor que Los sin nombre.

Campbell nuevamente muestra su oficio, y por momentos es profundo para explicar a sus personajes (por momentos no). Su final, extraño y onírico, es estupendo. Pero luego… la novela presenta demasiados huecos en la trama como para tomarla totalmente en serio. Partimos con un accidente automovilístico provocado por la aparición, de la nada y en medio de la noche, de un hombre misterioso en la calle, que obliga a una maniobra a la conductora del auto, y termina generando un choque. El hermano de la conductora muere… pero lo sorprendente no es eso. Es que nadie puede encontrar el brazo del occiso. ¿Cómo perdió el brazo? Ah, ni idea, acá lo importante es generar temor con la desaparición de la extremidad. Que cortar un brazo humano sea una tarea muy compleja y que no puede resolverse en cuestión de minutos, pues da igual.

Luego nos vamos con la hermana, torturada por la culpa, intentando seguir con su vida, acosada por sus propios complejos y porque sabe que parte de la responsabilidad en el accidente es suya. A ella la visitará un escritor que trae una teoría conspirativa sobre la muerte de su hermano: le asegura que la muerte y el robo del brazo sólo puede ser obra de un chico que él conoció en la escuela, al que no ha visto en décadas pero seguritito que es él. Le explica que ese muchacho tenía un corazón malvado, que no sólo hizo lo de su hermano sino además atacó y comió partes del cuerpo de otra señora. No tiene pruebas, pero tampoco dudas.

Y la hermana, vaya uno a saber por qué, se compromete a ayudarle y le cree su historia. Si los terraplanistas la hubieran conocido la convencían en quince minutos, oye, si es que es una chica muy fácil de convencer. Pero no solo eso: los dos van a ver al hijo de la otra señora, la que fue medio devorada, le cuentan la misma historia, ¡y lo convencen también! ¡Incluso hay espacio para que llegue, solito y sin que lo llamen, un actor triste porque un desgraciado se comió parte de su gatita regalona y quiera sumarse a esta tropa de detectives aficionados! Porque, claro, en eso se convierten. Nuestra amiga, la que perdió el hermano, accede a cometer actos fuera de la ley, que podrían costarle el puesto de trabajo, para conseguir los datos que la hipótesis necesita. Y el hijo de la otra señora deja abandonado su empleo, no cumple sus obligaciones por lo mismo. ¿Avisar a la policía? No, para qué: quién necesita profesionales si podemos entrometernos en una investigación criminal y convertirnos en blancos andantes.

Porque esa es la otra: hay un asesino con querencia por el canibalismo suelto. Es inteligente y muy perturbado, y si se entera de lo que esta tropa de pelotudos intentan hacer, no será precisamente piadoso. Uno de nuestros detectives aficionados, de hecho, tiene esposa e hijos pequeños, y en algún momento expresa su temor de que sus hijitos corran esa suerte… pero eso no lo detiene. Ni un poquito.

Claro, cuando fuerzas así las cosas, te queda servida la novela. Ya todo se convierte en una especie de carrera entre El Equipo de los Detectives Aficionados v/s El Asesino Sangriento. Iremos descubriendo cosas sobre este último, conoceremos su verdadero origen, y sus necesidades (por descontado que la extravagante teoría del escritor era cierta, obvio, y se trataba del muchacho que conoció a los 12 años), y en la medida en que la obra avance, se irá cerrando la pinza del argumento, y por supuesto que tendremos un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre el bien y el mal encarnado. Ahí Ramsey Campbell dará lo mejor de sí, construirá momentos trepidantes y nos construirá un muy buen monstruo, uno creíble y malvado. Pero, claro, así cualquiera, con premisas de papel, increíbles , cualquiera se inventa historias alucinantes.

Y hay otro problema acá: los personajes. A ratos podemos entenderlos, nos queda clara la historia de los traumas de nuestra protagonista, sus motivos y complejidades. Y el monstruo está muy bien construido también: lo entendemos, vemos que él no querría ser monstruoso… pero no tiene verdadera opción. Entre sus propias inclinaciones a la crueldad y el entorno que le ha tocado, su mejor respuesta fue convertirse en lo que es. Ok. Pero, la verdad, es difícil empatizar con cualquiera de ellos. Y no porque estén mal hechos: es difícil empatizar con sus personajes porque han sido construidos sin amor. Hay personajes malvados, como Medea, que igual los podemos amar, porque el autor nos la presenta de tal manera que podemos sentir su dolor y sufrir con ella. O como el Svidrigáilov de Crimen y castigo, que al final lo entendemos, torturado y sufriente.

Pero en esta novela perdemos mucha de su humanidad: están tan al servicio de la historia que su personalidad se ajusta a los requerimientos de la trama. ¿Qué, necesitamos qua la protagonista haga estupideces imprudentes y se ponga en riesgo, para que tengamos nuestro clímax y estén a punto de matarla? Pues va, la hacemos voluble y enamoradiza, así se justifica que haga tonterías. ¿Es que ahora necesitamos que alguien se decida a rescatarla, y empuje al escritor, que es demasiado cobarde y egoísta? Pues va, repetimos machaconamente que uno de los personajes es un protector natural, un caballero (es el mismo que expone a sus hijos a un asesino caníbal). Y así.

En suma, El muñeco que se comió a su madre es una excusa para que un autor luzca su buena pluma. No está bien construida y, lo peor, está hecha sin amor. Y así no se puede.

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