LA CASA DEL AHORCADO, JUAN SOTO IVARS

Hoy traigo un ensayo al que, la verdad, entré con las expectativas muy bajas. Por el perfil público del autor, ese tipo de opinólogo que siempre tiene algo que decir y además ama estar en el medio de todas las controversias, y por su gusto en vestirse de troll, siempre provocando a las izquierdas, quizá por ver si al fin lo difaman, cancelan y lo convierten en mártir.

De modo que entré al libro más con curiosidad morbosa que con interés serio, pensando «qué irá a decir el troll este». Sin embargo, me he llevado una sorpresa: estamos ante un ensayo bien estructurado, que por supuesto aspira a llegar a los temas favoritos del autor (la libertad de expresión, la censura, el comportamiento de la gente en las redes sociales), pero se toma la molestia de rastrear sus orígenes, y para ese viaje acude a la antropología, la historia, la psicología y la política. No teme, además, disparar para todas partes y tomarse en serio el papel de defensor de la libertad de expresión. Por supuesto, están sus habituales críticas a la izquierda actual, pero no se ciega en ellas, sino que intenta reconocer las causas impersonales del mal, antes que señalar a las personas que lo hacen. Y si ha de señalarlas, intenta ser ecuánime y mostrar el mal en todas partes, desde el conservador nacionalista que quiere echar a todos los migrantes del país hasta la feminista indignada porque un señor se sienta con las piernas muy separadas en el metro.

Y el viaje empieza en la antropología, rastreando el descubrimiento de la palabra «tabú» por Occidente, en las paradisíacas islas de Hawaii y la Melanesia. Los europeos (aunque conocían la idea, no es que faltaran tabúes en la Europa cristiana), desconocían la palabra y quedaron fascinados con el descubrimiento de los apartados: lugares, cosas o personas que no deben ser tocados, porque son impuros y te pueden contaminar, arriesgándose toda la sociedad al contagio. El tabú, siguiendo a Mary Douglas, está situado en figuras marginales, que por algún motivo son aceptadas allí, pero si se dan tales o cuales circunstancias pueden volverse tabú. El ejemplo más sencillo son nuestros mendigos, que prácticamente son invisibles, y de los que prácticamente no se habla en la vida cotidiana. Lo mismo pasaba y a veces pasa con transexuales, migrantes o prostitutas, que viven entre nosotros, pero para muchos es mejor no hablar de esas personas.

Y, por lo mismo, el tabú funciona perfecto para darle cohesión a la sociedad, en aquellos tabúes que nos unen, como el incesto o el asesinato, pero al mismo tiempo para diferenciarnos, como en los tabúes de no comer cerdo, de no comer productos que impliquen sufrimiento animal o no comer carne en Viernes Santo, que son tabúes que refuerzan la identidad de determinados grupos. Y ese es un equilibrio delicado, puesto que el tabú siempre es atractivo, siempre existe el deseo por quebrantarlo: desde la broma inocente aunque desagradable de comer carne aparatosamente delante de los veganos, a las feministas de los ’60 quemando sostenes, siempre es una tentación romper tabúes. Y, en la medida en que deseemos (o no) romper un tabú, siempre habrá una justificación altamente racional para explicar lo que hicimos o dejamos de hacer. Por esto los carnavales, las películas de terror y la sátira se permiten, como escapes a esas tensiones en las que nos vestimos de Jack el Destripador, vemos a Freddy Krueger cometer un sinfín de asesinatos o a Shrek burlarse de todos los cuentos de nuestra infancia.

Desde aquí el autor se pasa al análisis de la herejía, que a diferencia del tabú, no vive en los márgenes, sino que es una desviación del pensamiento socialmente aceptable, pero que debe ser castigada con igual o mayor energía que la transgresión del tabú, por su capacidad corrosiva y contagiosa. Documenta, con detalle, un par de casos de profesionales modernos que fueron severamente castigados por atreverse a proponer la hipótesis de que entre hombres y mujeres hay diferencias biológicas, y esto le costó a uno el despido y el linchamiento social, y a otro el ostracismo de la comunidad científica, ambos en contextos en los que, si hubieran dicho una pavada sin sentido o peligrosa, debieron ser refutados pero nunca excluidos. Y cómo, en ambos casos, quienes hubieran podido defender al hereje optaron por restarse o incluso fingir indignación y agarrar su propia antorcha.

Veremos también que el peligro de los herejes es que se parecen demasiado a nosotros, y cómo los antiguos herejes pueden instaurar un nuevo dogma, una nueva Inquisición y perseguir herejes propios si se les da la oportunidad, a través del ejemplo de Calvino, que en cuanto tuvo poder hizo exactamente eso, dedicándose a cazar brujas con el mismo entusiasmo que el Mao de la Revolución Cultural.

Sentadas estas dos bases teóricas, el autor empieza su diagnóstico y propuesta. Nos hablará de las tribus, esas agrupaciones en las que nos sentimos identificados, y el poder que tienen sobre nosotros. De qué tan sociales somos, y cuánto estamos dispuestos a sacrificar por pertenecer a una tribu, ser aceptados en ella y sentir que -además- tenemos razón. Y cómo esa identidad fácilmente puede exigir sentirnos amenazados por la tribu de al lado, y empezar a amenazar a los de al lado, llegando a las consecuencias que haga falta llegar.

Por supuesto, es fácil hablar aquí de las extremas derechas y su pulsión purificadora, que quiere echar a los migrantes, meter en el closet a los disidentes sexuales y volver todo a los buenos viejos tiempos, cuando las mujeres permanecían en la cocina. Pero Soto nos recordará que fue la izquierda quien decidió jugar al juego de las identidades, del reconocimiento de las diferencias, porque una vez derrotados los socialismo reales de base clasista, no tuvieron más camino que abrazar todos los desniveles de poder y cuestionar todas las jerarquías, generando muchas tribus -étnicas, de género, de orientación sexual, lo que sea-, solo para descubrir que en el juego de las identidades la ultraderecha siempre gana, porque habla de Patria y de que te están quitando el empleo, y esas cartas le van a ganar siempre a la interseccionalidad. Y, ante eso, no tienen más respuesta que la superioridad moral (que les aleja aún más de quienes deberían apoyarles).

Y estas tribus, nos dirá el autor, se niegan a conversar entre ellas, sino que cada una se presenta como la víctima de la historia (cosa que puede ser más o menos cierta, en todo caso), exige reparaciones y limita la libertad de los demás (el ejemplo más claro serían los manuales de estilo de la corrección política, con palabras que no se deben decir, o que sólo pueden ser dichas por determinados colectivos), y que en vez de aportar a la convivencia democrática, se dedican a enseñarnos como tenemos que vivir y qué debemos hacer para no molestarnos. Y claro, una vez abierta esa puerta, resulta que todos somos fascistas, al menos en potencia, y bajo esa amenaza todos podemos ser procesados y linchados. Según el autor, vivimos en medio de una guerra de identidades tribales narcisistas, que sólo atienden a sus propias necesidades y que no ven que se están comiendo el capital político de la democracia, que es la capacidad de respetarnos en nuestras diferencias, y por esa vía allanando el camino para que un tirano que sepa utilizar la rabia acceda al poder, como un conocido nuestro de cabello naranja por ejemplo.

Soto plantea que, una vez que la política invadió el terreno de la intimidad personal, con el slogan de «lo personal es político», luego la identidad tribal invadió la política, y da lo mismo lo que hagas, en la medida que pertenezcas al bando correcto. Y frente a esto, plantea la necesidad de encontrar espacios de unión, de una izquierda cohesionada bajo la bandera de la clase y no de la identidad tribal. Y puede que no le falte razón: al final, si planteamos la discusión en el plano de la justicia de género o étnica, nos olvidamos de que las mayores injusticias de nuestro tiempo siguen siendo económicas, sobre todo en el Tercer Mundo. Mientras Amazon genera películas woke, con elencos y temáticas políticamente aceptables, sigue explotando de manera asquerosa a sus empleados.

Un ensayo muy interesante, en el que Soto Ivars se sale de su traje de provocador de redes, y nos ofrece un ejercicio de pensamiento equilibrado, razonado y en el que aboga por una sociedad multicultural, inclusiva y tolerante. Que no nos engañen los señores conservadores que creen que, porque el autor se burla del posestructuralismo o del uso de la teoría queer para imponer normas de conducta, este libro les da la razón. No lo hace. Ojalá el autor mostrara más de esto y menos de su rollito personal, su ego y su necesidad de hablarnos de Juan Soto Ivars.

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