ORGULLO Y PREJUICIO, JANE AUSTEN

Decía Ernesto Sábato que las transformaciones fundamentales en literatura eran generadas por autores geniales, pero que estaban condenados a tener una ristra de seguidores cada uno peor que el anterior, aprendices de brujo que intentaban seguir las recetas de sus maestros, pero sin el talento ni la capacidad de innovar, y que terminaban deformando un estilo o una idea hasta la ridiculez.

Y, aunque Sábato escribía eso pensando en Faulkner o Joyce, seguro que también es aplicable a Jane Austen, una mujer brillante, que aprovechó las oportunidades que tenía la vida que las mujeres de su época podían llevar para observarlo todo. Para observar que las mujeres en su tiempo no tenían, prácticamente, más opciones que casarse para sobrevivir, que eso llevaba a familias enteras a dedicarse, casi como una obsesión, a cazar maridos ricos para sus hijas (aunque no tuvieran nada en común, pero que las mantuvieran) y a las chicas a convertirse en adornos sin opinión, desesperadas también por conseguir un buen producto en el mercado de las bodas. Y luego, en medio de todos esos rituales más o menos idiotas que existían para que los varones adinerados pudieran elegir a una esposa agradable y obediente, los misterios del corazón. Todas las cosas que se asumen y no se dicen, los errores que cometemos por no escuchar, o por no preguntar. Los malos entendidos tontos que nos roban la felicidad.

Y elige hablarnos de todo esto contándonos la novela de la familia Bennet, que tuvo cinco hijas y ningún varón. Y que necesita casar a sus hijas desesperadamente. Y dentro de esta familia, es la historia de Elizabeth Bennet, la segunda de las hijas, una chica de notable inteligencia y que no está dispuesta a casarse sin amor. Una chica de mucho sentido común, de firmes valores y de un carácter valiente. Un lujo de mujer… si la pobrecita tuviera dónde lucir esas características. Pero vive en una sociedad que valora más el saber bordar y disponer una cena para 20 personas, ser buena anfitriona y nunca discutir. Y resulta que Elizabeth conoció a un hombre que podría haberle gustado: un tipo inteligente, correcto, justo, buenmozo y caballero… pero demasiado orgulloso, demasiado altanero para mirar a una chica de provincias. Y si el caballero, que se llama Mr. Darcy, no la ve porque está cegado por su orgullo, ella tampoco lo verá, porque juzga precipitadamente a las personas, y el tal Darcy es estirado y pesadito. No ve que en realidad es más tímido que pesado, y que no se siente del todo cómodo en esas actividades frívolas que inventaban para cazar maridos.

La novela será la historia de ellos dos superando los obstáculos que se interponen: por un lado los obstáculos externos, que representan la intriga de la historia y que deben ser resueltos durante el transcurso de ésta, pero también los obstáculos internos, que los obligan a transformarse, a convertirse en personas mejores, más dignas una de otra: si él dejará su orgullo y se volverá humilde ante ella, aceptando los peores desprecios si es necesario, ella se volverá más sabia y aprenderá a no juzgar a la gente precipitadamente, y a ver que debajo de esa apariencia fría y distante hay un hombre de verdadero corazón.

Todos los mitos de la chick-lit quedan inaugurados aquí: la pareja dispareja que termina enamorada, el hombre que cambia por amor, las personas malas que intentan interponerse entre ellos, los malentendidos, los personajes graciosos que alivian la tensión dramática con sus conductas torpes, todo. Pero en esta novela aparecen brillantemente entretejidos, y combinados con la poderosa capacidad de observación de Jane Austen: ella es capaz de mostrarnos a personajes de verdad, complejos y profundos, con sus dudas y sus motivaciones, que a veces no son las que ellos mismos hubieran admitido.

Y algo más: también está aquí el humor de Austen. La novela es divertida, porque está trufada de las observaciones de la autora, que lo ve todo y se ríe de las ridículas convenciones de su tiempo, que obligaban a la gente a hacer muchas veces lo que jamás hubieran deseado, pero que sentían que estaban forzados a hacer. Ya desde el inicio, uno de los más célebres de la literatura: «Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa», la autora nos muestra que ella misma no se toma en serio toda la farsa que su época llamaba vida de sociedad.

Al final, una estupenda novela decimonónica, un monumento literario, profundo y divertido. Una lectura amable, que da gusto y no cansa, y uno de los primero grandes vistazos literarios al mundo según lo ve una mujer. Allí donde Tolstoi da cátedra, Dostoievski reflexiona hondamente y Flaubert disecciona almas, Jane Austen se ríe y da en el clavo, medio a medio, sin fallar jamás.

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