EL VIENTO COMENZÓ A MECER LA HIERBA, EMILY DICKINSON

Hoy volvemos a la poesía, y lo hacemos con una autora muy clásica. Clásica porque es un nombre consagrado en todos los cánones, y nadie puede prescindir de ella si hablamos de poesía moderna. Pero clásica también por el sabor que deja su obra tras haberla leído: no es una autora que se deleite con novedades formales o con temáticas sorprendentes, sino que capaz de condensar muchísimo significado en pocos trazos, a partir de motivos sencillos y tradicionales y con una poesía que en su mayor parte está al alcance de cualquier lector, aunque los estudiosos admiten que Dickinson también acepta lecturas complejas e intelectuales. Muy pocos autores son capaces de tanto partiendo con tan poco, y la mayor parte de ellos son antiguos griegos y latinos.

Emily Dickinson disfrutaba el aislamiento, y por su propio carácter no se sentía cómoda en contacto con muchas personas. De modo que pasó gran parte de su vida encerrada en su casa (incluso largas temporadas en su habitación), siendo más feliz al comunicarse por carta con personas afines a ella, antes que en las ciudades, alternando cara a cara con desconocidos. Y de este eremismo particular de ella surgió una obra abundante, que en su práctica totalidad fue conocida después de su muerte. Algunos de estos textos han sido recogidos por Editorial Nórdica, en una edición muy cuidada y con unas melancólicas ilustraciones de Kike de la Rubia, que combinan perfecto con los poemas que encontramos.

Se trata de textos breves, sencillos y sentenciosos, en los que Emily condensa, agudamente, sus observaciones sobre su propia vida, y la nuestra también. Pequeños textos perfectos, como «No es que morir nos duela tanto/ es la vida la que nos duele», podrían haber sido escritos por Teócrito o por Horacio. Aunque no estoy seguro que ellos hubieran seguido con la delicada imagen de la muerte como «la costumbre del pájaro de ir al Sur», y luego con el recuerdo, estremecedor, de «Nosotros somos los pájaros que se quedan./ Los temblorosos, rondando la puerta del granjero,/ mendigando su ocasional migaja/ hasta que las compasivas nieves/ convencen a nuestras plumas para ir a casa». Esto es lo que hace la autora con un tema universal: lo condensa, lo destila y luego nos ofrece el elixir solamente, como si fuera algo sencillo que se hace en un instante. Que aprendan Cabaliere y Defreds, acá no se trata de escribir la primera simpleza que se te pase por la mente y hacer que parezca profundo, sino de ser de verdad profundo y conseguir que sea lo bastante sencillo como para que cualquiera lo pueda disfrutar.

Siendo la obra de una solitaria, no puede menos que ser altamente subjetiva y personal, y por lo mismo se centra muchas veces en pequeñas observaciones del campo («Nadie conoce esta pequeña rosa… sólo una abeja la echará de menos», o el poema que da título al libro, que puede leerse como la descripción de una tormenta), o en pequeñas historias con base campesina, como el poema en que la autora pregunta por las flores que están esperando a abrirse, como si fueran pequeñas camas de los colores que animan el bosque.

Se trata de una obra que, sin ser alegre ni estar cubierta de oropel, no es una pieza triste en su conjunto, sino reflexiva y honda. Emily Dickinson piensa en todos nosotros, nos pone contra la luz que entra por su ventana y nos trae verdades. contempla con cierta distancia irónica la vida, la muerte y las adversidades, y a veces se permite una nota de humor, como cuando nos habla de la satisfacción de estar a solas con su biblioteca: «Doy gracias a estos Parientes del Estante./ Sus caras apergaminadas/ nos enamoran mientras esperamos/ y nos satisfacen al alcanzarlas». No obstante, hay momentos de tristeza muy profunda, una tristeza que casi se puede tocar con las manos, como «Tú no eres tan hermosa, Medianoche./ Yo elegí el Día,/ pero acoge, por favor, a una Niña/ a la que él rechazó».

Es un lugar común decir que los poetas abren su alma en sus obras, y además casi nunca es cierto. Encontramos proclamas, ideas, emociones sobreactuadas o fingidas, elaboraciones complejas (a veces magníficas) sobre lo que deberíamos pensar o sentir. Casi siempre abrir un poemario es entrar a una casa más o menos fastuosa, que el o la poeta ha alhajado para recibir visitas. A algunos les gusta el fasto y el oro, a otros la decoración negra y depresiva. Pero casi nunca nos ofrecen la verdad. Y Emily Dickinson sí que lo ha hecho: nos abre la portada del libro, diciendo «esto es lo que yo he hecho, no sé si es mucho o poco. Pero ojalá lo disfruten». Y miren, ya sólo eso sería un logro enorme. Pero es que además, cuando entramos, es una casa perfecta, ni tan adornada ni tan pulcra, pero una casa en la que a todos nos gustaría vivir.

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