
Aquí estamos frente a un libro muy leído y querido en Latinoamérica, y con justa razón. Una historia de amor trágica con una estructura perfecta, que nos lleva exactamente por donde el autor quiere. Y además de la historia principal, unas subtramas muy logradas y sentidas, como la relación del protagonista con sus hijos, o la relacionada con el Adoquín Vignale, que de alguna manera es una caricatura de éste.
Y el protagonista es aquí la voz principal, porque La tregua es un diario de vida: el diario de Martín Santomé, un oficinista viudo que se acerca a su edad de jubilación, y empieza a ver, con terror, que una vez que pierda su trabajo va a enfrentarse al vacío, con muchísimos años en blanco por delante. Echa de menos a su mujer, muerta hace años, y no tiene buena relación con sus hijos, ni muchos amigos. Sus aventuras amorosas son tristes y nunca avanzan hacia ninguna parte: solamente son encuentros fríos entre personas solas, y Martín ya parece resignado a ese futuro gris, a rellenar los días con pequeñas ocupaciones a la espera de la muerte.
Martín quisiera tener un contacto sincero y profundo con otra persona, pero no cuenta con nadie que pueda acompañarle. Sus hijos no lo entienden -ni él a ellos, para ser justos-, ve poco a sus viejos amigos, y cuando encuentra a algunos de sus antiguos compañeros, los ve cambiados, vulgarizados, envejeciendo muy mal. A sus compañeros de trabajo los soporta sin acritud, pero sin afecto, y proyecta una imagen de hosco y reservado, por lo cual sólo se le acercan quienes están lo bastante desesperados como para ignorar las señales; Martín les corresponde despreciándolos de pies a cabeza.
En ese punto, y llenando el diario de reflexiones que van desde lo metafísico hasta lo sociológico, siempre mostrándose como un hombre de mucha vida interior, pero sin entusiasmo ni ganas de emprender acción alguna, empieza a enamorarse de una empleada de su oficina. Lentamente y con desconfianza al principio: Martín no quiere aceptar sus sentimientos, e intenta referirse despectivamente a ella, menospreciarla, hasta que no puede dominar lo que siente y termina declarándole su amor. La chica, de la mitad de su edad, le corresponde, y ellos inician una relación, al principio tímida, aunque se va volviendo más y más profunda y verdadera.
Asistimos al proceso de cambio de un hombre ya sin ilusiones que vuelve a soñar. Lo vemos dudar, tener miedo de sus propios sentimientos, de que una mujer joven lo valore, de que otros hombres, más jóvenes y quizá atractivos, puedan quitársela. Lo vemos temerle a la muerte: él es mucho mayor que ella, y la vejez y la muerte serán un problema algún día.
Sin embargo, quizá lo único a lo que no le temía es aquello que lo golpea. Es la historia de «chico conoce chica» versionada magistralmente: el inicio gris y aburrido, el encuentro de algo hermoso y único, las dudas, el esfuerzo por conquistar aquello que tanto se desea, la transformación de uno mismo, el convertirse en un hombre mejor por la mujer que se ama… y luego, nada. Nada más que la caída.
La tregua es el retrato de un hombre aburrido, en una ciudad aburrida y con una vida vulgar, que no puede escapar a su maldición por mucho que lo intente, y debajo de la novela romántica oculta una novela existencial, con la obra atravesada por la constatación de que el mundo carece de orden y sentido, de que Dios no alcanza para explicarnos la realidad, y de que aunque podamos encontrar momentos de felicidad, al final no podremos sustraernos al sinsentido. Un existencialismo quizá un poco depresivo y adolescente pero que no lastra la novela, que se salva a sí misma por la belleza y la profundidad. Se trata, al final, de una novela romántica como podría escribirla Benedetti: triste, pero verdaderamente humana. Como deben ser las buenas novelas, es una historia universal que le ocurre a un individuo particular.